lunes, 23 de marzo de 2009

Las niñas buenas se sonrojan




Viviana Taylor



Recuerdo a mi maestra de cuarto grado, allá por 1.974. Alta, de figura imponente y sonrisa acotada. Recién llegada a una ciudad que casi era un pueblo, se me antojaba haber sido llevada al campo. Y allí estaba ella, presentándome el primer día de clases a mis compañeros, y dándome una bienvenida innecesaria. Me veo parada en medio de la fila, seguida por la de los varones, y siento otra vez la rara sensación -mezcla de violencia y excitación- por ser sentada junto a uno de ellos.
Recuerdo el primer recreo en mi nueva escuela, donde de pronto me sentí el centro de lo que allí ocurría, y esa sensación de que basta menos que un saludo para hacerse de amigos. Recuerdo a Marcelito y sus travesuras; y a Orlando, siempre convidando galletitas. Recuerdo el trazado de una frontera de tiza sobre la tapa del pupitre doble para no avanzar sobre el territorio enemigo de mi compañero de banco, y el golpe de regla en la cabeza cuando, al moverme en el asiento, provocaba un tembladeral a los de atrás. Veo también, como si volviera a extenderse ante mí, la línea de tiza en el patio para separar el sector de niñas y varones. Cuando la tiza se borró ya no era necesaria. Demasiado pronto se aprenden ciertos límites.
Recuerdo a la Directora, una señora de guardapolvo muy blanco y muy planchado, que decía ‘ninios’ y ‘pasilio’. Gracias a ella aprendí el lenguaje de la escuela, y pude convertirme en una buena alumna que sabía usar los términos adecuados en el lugar adecuado. Una muy conveniente habilidad que, extrañamente, con el tiempo fui perdiendo.
Recuerdo un tiempo como un sueño. Un tiempo de mañanas en la escuela, y de hacer la tarea bajo la parra del patio o en la mesa de la cocina, junto al calentador a querosene, que aún puedo oler. Un tiempo de tardes de ir a trepar árboles en la quinta de Bunge, y de dar vueltas a la manzana en bicicleta.
Recuerdo luego unas vacaciones que no terminaban, e ir a la puerta de la escuela todos los lunes hasta que al fin comenzaron las clases. Ya no tenía tantos permisos para callejear, y comenzaban a resonar en mí, cada vez con más frecuencia aunque ya habían pasado dos años, las palabras de mi maestra de cuarto grado: ‘las niñas buenas se sonrojan’.
Recuerdo mi colegio secundario. Creo ser la única en todo el mundo que no ha conservado un solo amigo de entonces. Recuerdo el ‘82, la primera conciencia de traición, el ya nunca poder cantar el Himno Nacional sin dolor, y un cierto tono escéptico que no perdí, pero al que de a poco me acostumbro.
Recuerdo un ir construyendo y descubriendo mi propio sentido de la vida. Me veo buscando a Dios en la Iglesia. Irme, volver, y otra vez irme. Y ya nunca ser la misma.

Me veo con guardapolvo blanco, pero no me oigo diciendo ‘ninios’ ni ‘pasilios’. Tampoco me veo alta ni imponente. Me siento nunca haciendo lo suficiente, y sólo preocupada por hacer lo correcto. Hoy, lo adecuado ya no me interesa. Y no pocas veces me violenta.
No me gustan los gatos; siempre caen parados. Ni los discursos perfectos de los que tienen habilidad para hablar porque se desconectan de la realidad. No me gusta la obscenidad de los que muestran sus miserias como virtudes, o las disimulan con un dinero que sólo usan para ejercer poder.
Yo no soy una niña buena. No me sonrojo. A lo sumo, siento un controlado pudor. Y mucha vergüenza ajena.