lunes, 11 de mayo de 2009

Casi un cuento para niños


ANASTASIO ANACLETO
Y JUANITO PEREZ


Viviana Taylor



Anastasio Anacleto llevaba su nombre como quien arrastra una pesada carga. Y es que no era fácil ni sencillo cargar con semejante nombre: así se habían llamado su padre, su abuelo, su bisabuelo... y quizás así había sido desde los comienzos de los tiempos, cuando alguna pobre primeriza trasnochada y con el gusto obnubilado por un largo y penoso parto, bautizó al primero de una larga estirpe. Luego, el paso del tiempo y de la fortuna, junto con el acopio de una riqueza quién sabe mediante qué artes lograda, convirtieron lo que fue defecto en virtud.
Juanito Perez llevaba su nombre como quien arrastra, atado a una soguita, el trencito que acompañó su infancia. Y es que era tan fácil y sencillo cargar con semejante nombre, casi compañero de anonimatos y seudónimos, tan hermanado con la pobreza que desde siempre había sellado a su familia, que en un último (o primero y fundante) acto de ascetismo, su apellido había perdido la tilde.

Anastasio Anacleto miraba pasar la vida frente a la ventana de su casa de altos. Bueno, miraba es una forma de decir, porque Anastasio Anacleto, en realidad, nunca miraba nada. Encerrado en su aburrimiento, en el vacío de quien ya no sabe qué esperar, en la desgracia absoluta de aquel a quien no le fue permitido aprender a desear, Anastasio Anacleto no era capaz de vivir.
Juanito Perez vivía calle abajo, en una casita donde apenas cabían sus cosas, que por cierto no eran muchas, y desde cuya puerta podía verse extender y subir la calle que terminaba frente a la casa de altos. Demasiado ocupado por las cosas de la vida, demasiado interesado en el estudio de las cosas de la inteligencia, demasiado atento a las necesidades de su gente -toda la gente-, demasiado preocupado por realizar bien su trabajo, lo atormentaba lo escaso del tiempo. Y, al fin de cada larga jornada, cuando las velas ya no ardían, la almohada de Juanito Perez lo esperaba preñada de tantos sueños que sólo era comparable con la de un adolescente.

Anastasio Anacleto tomaba su té a las cuatro en punto de la tarde. Una taza humeante y tres masitas que le alcanzaba con indiferente amabilidad –o con amable indiferencia, que casi, casi viene a ser lo mismo- su ama de llaves. Cinco minutos para beber la infusión, tres minutos para dar cuenta de cada masita, que jamás mojaba. Anastasio Anacleto sabía guardar los mejores modales aún en soledad. A las cuatro y cuarto volvía el ama de llaves y, sin cruzar siquiera una mirada, retiraba el servicio.
A media tarde, Juanito Perez apuraba su frugal merienda de pan con queso antes de seguir con el trabajo. A veces lo sorprendía una buena tajada de dulce de batata -su preferido-,y otras, unas cuantas galletas dulces recién horneadas. Con las manos no demasiado limpias, y mientras organizaba el resto de las labores del día, disfrazaba el hambre hasta la hora de la cena.

Anastasio Anacleto se sentaba muy derecho en el sillón mejor iluminado de la sala para leer a la tarde el diario de esa mañana, postergado por un ancestral insomnio que no le permitía dormirse hasta recién salido el sol. A las nueve de la noche en punto aparecía por la puerta grande el ama de llaves, a quien observaba -no sin cierta displicencia- preparar la mesa para uno y servirle, en orden, un tazón de caldo de pollo, su plato de carnes rojas o blancas con vegetales, y alguna fruta de estación. Obediente, Anastasio Anacleto daba cuenta de todos los manjares, sin mediar palabra alguna con su atenta servidora. Luego, volvía a su sillón, encendía la única pipa del día, y jugaba a mirar televisión. Era la señal para que el ama de llaves supiera que ya era hora de retirarse.
Juanito Perez terminaba con su trabajo del día y cruzaba casi corriendo la calle. Salían a su encuentro su primera novia -con la que había inventado la pasión y con quien aprendió a ser hombre- y sus dos niños, a quienes no les alcanzaban los brazos para colgársele de las piernas. Juanito Perez acariciaba el vientre fecundo de su mujer, y no necesitaban más que una mirada para saludarse. La casa tibia, la mesa servida. La cocina olía a mucho más que comida. Y más tarde, la cama lo esperaría lista para abrazarse y abrasarse con su amada.

Pasaron los años. Se sucedieron las estaciones, los meses, las semanas y los días. Anastasio Anacleto no se dio cuenta, encerrado en su rutina de té, diario, cena y televisión.
Pasaron los años. Se sucedieron las estaciones, los meses, las semanas y los días. Juanito Perez no se dio cuenta, tan ocupado trabajando, amando, criando hijos, disfrutando nietos.

Una noche cualquiera, el frío entró en dos casas de un pueblo, enfrentadas por una calle que se extendía y subía. Los dos cortejos, el de abajo y el de arriba, se cruzaron camino al cementerio.
Uno, populoso y con un mal simulado dolor, despedía a un gran señor, dueño de medio pueblo y último hijo de una familia de nombre, especulando acerca de quién recibiría tan cuantiosa herencia. Detrás del velo negro, que cubría su cara inclinada en señal de respeto, el ama de llaves sonreía satisfecha.
El otro, breve y conciso, acompañaba a un pobre hombre que no muchos recordarían.